jueves, 16 de abril de 2009

Hojas secas...


“El día menos pensado lo enveneno”. Águeda abrió el portón vencido con un golpe seco cogió la escoba y empezó a barrer las hojas caídas del chopo próximo a la puerta de su corral. “Si no da ni sombra…” Eran poco más de las ocho y media de la tarde y su hermana Goya se untaba Bella Aurora intentando en vano aclarar las manchas que los años le habían grabado en la piel. La vida en ese caserón de pueblo, aunque ellas no saliesen mucho, las exponía al castigo de un sol omnipresente. Goya salió al pozo del corral a coger agua para las alubias y observó el gesto cotidiano: Águeda, sentada en el alféizar de la ventana, se cepillaba las zapatillas de lona azul, “Deberías tirarlas ya, tienes las nuevas de paño”. Como respuesta bastó el silencio desganado de todos los días mientras se ponía de pie con esfuerzo. Recogió los pantalones tendidos a la entrada de la casa de una forma tan mecánica como los volvería a tender cada tarde, como lo había venido haciendo los últimos treinta años. Esos pantalones descoloridos tenían más de sacramento, recuerdo del padre muerto, que de arma disuasoria, ya que ningún ladrón que se propusiese entrar se sentiría nunca amenazado por semejante reliquia. El trasiego de cacharros en el fregadero se mezcló con el canturreo de Goya. Encendió la radio -iba a empezar el parte de las nueve-. Sin darse cuenta se paró, mirando la radio como quien mira un altar. Había oído tantas veces esa canción que era capaz de repetir el final de los versos a pesar de no haber estudiado francés. En realidad nunca había ido a la escuela a pesar del empeño del maestro. Al terminar la canción Goya apagó la radio y se dio la vuelta. Durante unos minutos simuló remover las legumbres mientras su mente vagaba por otra época. “Hace cuarenta y dos años que Antonia se marchó con su familia y no ha venido nunca a vernos. No creo que ahora se vaya a enfadar porque yo no vaya a su entierro”. Sólo había faltado a su costumbre de no ir a misa en dos ocasiones: el funeral de su padre y el bautizo de su ahijado Manuel, hijo de su mejor amiga, que vino de la ciudad para acristianar al niño y Goya pudiese asistir. Después de estos acontecimientos no habían encontrado forma de convencerla. Todos sabían que mientras escuchaban la homilía, ella ya caminaba hacia el puente. Los árboles conservaban el frescor del día de San Pedro en que Goya se había sentado allí, por primera vez, acompañado por Manuel. No fue la única tarde. Luego, se sentaban con los pies colgando para ver y escuchar el agua. Así hasta la noche en que Manuel tuvo que marcharse a Francia. Un portazo la sacó de sus pensamientos. Se asomó por la ventana de la cocina. Era su hermana, había vuelto y seguía barriendo las hojas secas.

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